Cuando CiU tuvo que dejar paso a un gobierno de coalición presidido por el bachiller Montilla, el nacionalismo catalán se encontraba ya en un callejón sin salida. Sus gastos disparatados y sus inmensas clientelas lo mantenían en el poder de manera indiscutible a la vez que garantizaban la sumisión de las fuerzas vivas, incluidos medios de comunicación, y la no obligación de cumplir la ley como todos los ciudadanos. Sin embargo, Cataluña ya no podía permitirse aquel derroche que no sólo había provocado su descenso dentro del listado de regiones españolas sino que, por añadidura, la conducía de manera inexorable a la quiebra. El intento para evitar esa situación que habría demostrado que, efectivamente, el rey estaba en pelota fue el nuevo Estatuto de Cataluña. Votado por una minoría que confirmaba las peores teorías de Pujol y respaldado por instituciones que tendrían que haberse opuesto frontalmente al mismo, el Estatuto consagraba la conversión de España en un protectorado del gobierno catalán. El saqueo, ahora más que reforzado, del resto de España en favor de los nacionalistas catalanes era la única manera de alargar la vida de un sistema que no puede sobrevivir sin un número intolerable de funcionarios y un Himalaya de subvenciones. El nuevo Estatuto fue el canto del cisne del nacionalismo catalán. Demostró hasta dónde podía imponer su voluntad sobre todos los españoles, pero, al final, como decía Lenin, «los hechos son testarudos». La crisis económica española dio inicio en el año 2003; empeoró cuando se produjo la de las «subprime» en Estados Unidos y se convirtió en verdadero desastre cuando ZP, Solbes y Salgado demostraron su incompetencia; MAFO hizo de las suyas desde el Banco de España y los nacionalistas contribuyeron a hundir más España. Cuando Artur Mas llegó al poder se vio que España no era el problema de Cataluña sino que el nacionalismo catalán se había convertido en el problema de Cataluña, primero, y de España, después. La que había sido antaño primera región española era ahora la sexta; más del treinta por ciento de la deuda de las CCAA era de Cataluña; las noticias sobre la corrupción nacionalista se multiplicaban tendiendo hacia el infinito y no pocas voces de fuera de Cataluña señalaban que ahora era el momento para que se produjera una separación amistosa que dejara a los nacionalistas en el lugar que se merecían: el abandono y allá se las compongan con sus propios desmanes. El nacionalismo catalán había entrado en bancarrota porque todos sus supuestos habían demostrado ser más falsos que un euro de madera. Ese nacionalismo que había usurpado la riqueza de Cataluña, es el que prefiere mantener embajadas en el extranjero a servicios sanitarios y ese nacionalismo – y no Madrit– es el responsable del desastre. Pero lo peor para el nacionalismo quedaba por llegar.
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