Manuel Girona Agrafel (1817-1905) nació en Barcelona y con 16 años abandonó sus estudios para dedicarse a los negocios. Fundó y dirigió el primer banco privado español, el Banco de Barcelona. Lideró la construcción de infraestructuras clave como el Canal de Urgel o el Ferrocarril Barcelona-Granollers y Barcelona-Zaragoza. Fundó la Compañía de Tabacos de Filipinas y el Banco Hispano Colonial. Derramó su empuje emprendedor por toda España y cofundó junto a su hermano los Altos Hornos de Vizcaya y el Banco de Castilla.
Aportó su dinamismo también a la política: fue alcalde de Barcelona -consiguiendo reducir su abultado déficit-, diputado por Seo de Urgel y senador vitalicio. Si bien sirvió en política no quiso nunca servirse de ella ni someterse a ella y declinó la oferta de Cánovas del Castillo para ser Ministro de Hacienda al no garantizársele plenos poderes.
Parte de lo que hoy identificamos como la “sociedad civil catalana” fue creada, impulsada o ideada por él hace 150 años: fundó y dirigió la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, participó en la construcción del Gran Teatro del Liceo, presidió el Ateneo barcelonés, fue Comisario Regio (a su entera costa) de la Exposición Universal de Barcelona en 1888 y sufragó la construcción de la fachada de la Catedral.
Fue un personaje singular y popular, con una personalidad que los norteamericanos calificarían como “larger than life”, un gigante de la burguesía catalana, dinámico, ambicioso, pragmático y filántropo. Lo llamaban “el gran impulsor”. Con él y tras él llegaron muchos más. Ellos asentaron una sociedad civil emprendedora, valiente y abierta que hizo de Barcelona y Cataluña la locomotora de España. Ese ha sido en los últimos 200 años el único y verdadero hecho diferencial catalán
Hoy la sociedad civil no existe en Cataluña. La Cámara de Comercio, la Feria, las Patronales y Sindicatos, los clubes deportivos, los medios de comunicación, las escuelas y hasta el Liceo están sometidos a la clase política catalana. Unos impuestos desorbitados y una opresiva maraña legislativa, dopados ambos por una absorbente ideología nacionalista obsesionada con el control social, han proporcionado a los políticos un poder casi absoluto inédito en el resto de España.
La burguesía catalana, ya residual, minimizada, casi toda rentista, dividida, desarticulada y sin líderes ni ambiciones, ha renunciado a conformar Cataluña y se limita a seguir la consigna política del momento. Sus escasas actividades se reducen a ágapes privados en los que ya nada se decide. Ni siquiera los empresarios de éxito actual y porvenir asegurado se atreven -
salvo contadas excepciones- a decir lo que piensan ni a defender sus intereses con claridad. Ninguno quiere subir a cubierta y tomar el timón.
Entrado ya el siglo XXI, la región donde nació la industria textil y en la que sus clases medias se identificaron con el botiguer, ha tenido que ver cómo un gallego (Zara) y un valenciano (Mercadona) le pasaban la mano por la cara. La sociedad civil, antaño fresca y vibrante, ha muerto. La ha matado el nacionalismo.Descansi en pau.